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dimarts, 15 de setembre del 2015

1992, o cuándo tomé conciencia de que la vida no termina con la muerte

Llegó 1992, con sus Juegos Olímpicos, sus voluntarios, su barandilla oxidada del Paseo Marítimo de la Barceloneta pintada el día antes del pistoletazo, Freddie Mercury y Montserrat Caballé, mi abuela convaleciente de la operación número siete u ocho, y todo el bochorno del verano. Idas y venidas al pueblo, de mis padres solos, de mis padres conmigo, ver a tíos/as a los que no había visto más de dos o tres veces en mi vida, pellizcos en los mofletes, "está alta y gordita la niña" y demás.

Unos meses antes, mi abuela me había dado un colgante de plata bastante grande simplemente porque no le cabía en un joyero en el que se emperraba en guardarlo junto a otros objetos similares. Sólo me dijo que era de plata y aguamarinas y que me iba a quedar bien.
Nunca le he dado mayor importacia a tener esta joya, pero lo cierto es que me ha acompañado durante varias mudanzas sin ser algo a lo que haya prestado demasiada atención ni haya tenido demasiado interés en conservar, así que al final lo he tomado como amuleto y ahora me gusta la idea.

Colgante de plata y aguamarinas
que me gusta conservar como amuleto.
En fin, yo acababa de cumplir los doce años, y no me enteraba ni quería enterarme de lo que se estaba cociendo, hasta que tuve una conversación con mi padre en el coche, un Seat 127 lleno de humo de Ducados (mi padre sigue aprovechando lo de ir en coche para soltar cosas incómodas, así se asegura de que el receptor no huya. En todos estos años sólo ha cambiado de marca del tabaco).  En ese rato que recuerdo nítidamente me dijo más o menos que aquella era la última vez que iba a ver a mi abuela. Le contesté algo así como que de acuerdo, y sé que no me pareció muy trascendente la cosa, al fin y al cabo lleva mucho tiempo enferma, pensé, y todos nos moriremos tarde o temprano.

Llegó el momento y pasadas un par de semanas, no más, una noche cualquiera estando en duermevela la vi sentada a mi lado. Me acabé de despertar del todo y me quedé patidifusa. Tenía unos 20 años menos que cuando murió, el pelo largo y negro y me miraba serena y feliz. Se acercó para tocarme e instintivamente me tapé con las sábanas de manera brusca y cerré los ojos muy fuerte, hasta oír los latidos de mi corazón asustado. No dormí en toda la noche.

Tapándome e ignorando lo visto sólo conseguí no saber qué trataba de decirme, pero supe en ese momento que la vida no termina con la muerte, y no creo que haya enseñanza más trascendente que esa. Sobre todo cuando eres una cría que todavía juega (secretamente) con muñecas. ;)

dimarts, 8 de setembre del 2015

Origen: eje sobre el que sustentar el camino.

Me gusta pensar que todos podemos extraer algún punto de luz de nuestra primera infancia, por cruda, infeliz o anodina que haya sido. En mi caso, en apariencia tiraría un poco a anodina si la analizáramos sin prestar demasiada atención a los detalles: niña normal -entre sobreprotegida, por accidentada a los 4 años, e ignorada, por presencia de absorbente hermano pequeño- que pasaba las mañanas en el colegio del barrio y las tardes en el almacén de la corsetería de su abuela. ¡Un momento! ¿Una niña en un almacén oscuro y húmedo, lleno de cajas y algún que otro ratón? Ah, sí: en los años 80 las madres no tenían tantos miramientos ni eran tan Montessori como ahora, bastante fue que me pusieran una mesa de camping ahí dentro para poder hacer los deberes (gracias, mamá).

Logo "moderno" de la corsetería de mi abuela,
1963-1992
En la trastienda de la corsetería vi y escuché historias de muchos colores. Eran tiempos de hablar, mucho y sin saber, las vecinas; de el género dentro por la calor, de ropa interior blanca, negra o beis (luego llegó el color vino burdeos, que era tan extremado), de permanecer en el tiempo las mismas tiendas y las mismas dependientas, y ver nacer a los hijos, ir a las comuniones, enseñar álbumes de fotos luego, y demás acontecimientos infumables.

Dentro del ir y venir general de señoras, siempre me llamó la atención una pequeña tienda de ropa de bebé que había justo enfrente, que con el tiempo se transformó en un consultorio de Tarot.
Aquello era, como poco, emocionante y fantástico, con esa puerta tapada con papeles siempre cerrada, velas polvorientas en el escaparate y un cartel hecho a boli en el que se leía "TAROT". Un mundo misterioso para mí, que debía tener 6 o 7 años y me pasaba la tarde aburrida, espiando en los probadores a señoras de enormes pechos dignos de matronas romanas.

La señora María, la del Tarot, me daba algún donut de vez en cuando, pero nunca vi sus cartas, o eso creo. Interrogada mi abuela sobre el asunto, creo que lo único que conseguí fue que me enseñara un mazo de Marsella y me hiciera emparejar las cartas: El Carro y la Estrella, El Emperador y la Emperatriz... esto lo he recordado hace muy poco tiempo, abriéndose para mí un sinfín de interrogantes como ¿por qué ella tenía un mazo, y cuándo me lo enseñó y me explicó todo aquello? No recuerdo prácticamente nada, y dado el hermetismo familiar general, es posible que no llegue a tener nunca las respuestas.

Crecí, en fin, y se terminó lo de estar encerrada en el almacén. Jugaba a la rayuela y desaparecía por el barrio como el resto de niñas, para desesperación de mi padre. El interés por el local misterioso del Tarot se fue diluyendo, por inaccesible y prohibido, y pese a que de vez en cuando veía espíritus en casa -a los que no hacía mucho caso-, no fue hasta los doce años cuando supe que si uno los ve, es porque tienen algo que decirle. Y que desoírlos no tiene sentido, porque terminan comunicando su mensaje de una forma u otra.

Exactamente AQUÍ jugaba con mis amigas.