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dimarts, 8 de setembre del 2015

Origen: eje sobre el que sustentar el camino.

Me gusta pensar que todos podemos extraer algún punto de luz de nuestra primera infancia, por cruda, infeliz o anodina que haya sido. En mi caso, en apariencia tiraría un poco a anodina si la analizáramos sin prestar demasiada atención a los detalles: niña normal -entre sobreprotegida, por accidentada a los 4 años, e ignorada, por presencia de absorbente hermano pequeño- que pasaba las mañanas en el colegio del barrio y las tardes en el almacén de la corsetería de su abuela. ¡Un momento! ¿Una niña en un almacén oscuro y húmedo, lleno de cajas y algún que otro ratón? Ah, sí: en los años 80 las madres no tenían tantos miramientos ni eran tan Montessori como ahora, bastante fue que me pusieran una mesa de camping ahí dentro para poder hacer los deberes (gracias, mamá).

Logo "moderno" de la corsetería de mi abuela,
1963-1992
En la trastienda de la corsetería vi y escuché historias de muchos colores. Eran tiempos de hablar, mucho y sin saber, las vecinas; de el género dentro por la calor, de ropa interior blanca, negra o beis (luego llegó el color vino burdeos, que era tan extremado), de permanecer en el tiempo las mismas tiendas y las mismas dependientas, y ver nacer a los hijos, ir a las comuniones, enseñar álbumes de fotos luego, y demás acontecimientos infumables.

Dentro del ir y venir general de señoras, siempre me llamó la atención una pequeña tienda de ropa de bebé que había justo enfrente, que con el tiempo se transformó en un consultorio de Tarot.
Aquello era, como poco, emocionante y fantástico, con esa puerta tapada con papeles siempre cerrada, velas polvorientas en el escaparate y un cartel hecho a boli en el que se leía "TAROT". Un mundo misterioso para mí, que debía tener 6 o 7 años y me pasaba la tarde aburrida, espiando en los probadores a señoras de enormes pechos dignos de matronas romanas.

La señora María, la del Tarot, me daba algún donut de vez en cuando, pero nunca vi sus cartas, o eso creo. Interrogada mi abuela sobre el asunto, creo que lo único que conseguí fue que me enseñara un mazo de Marsella y me hiciera emparejar las cartas: El Carro y la Estrella, El Emperador y la Emperatriz... esto lo he recordado hace muy poco tiempo, abriéndose para mí un sinfín de interrogantes como ¿por qué ella tenía un mazo, y cuándo me lo enseñó y me explicó todo aquello? No recuerdo prácticamente nada, y dado el hermetismo familiar general, es posible que no llegue a tener nunca las respuestas.

Crecí, en fin, y se terminó lo de estar encerrada en el almacén. Jugaba a la rayuela y desaparecía por el barrio como el resto de niñas, para desesperación de mi padre. El interés por el local misterioso del Tarot se fue diluyendo, por inaccesible y prohibido, y pese a que de vez en cuando veía espíritus en casa -a los que no hacía mucho caso-, no fue hasta los doce años cuando supe que si uno los ve, es porque tienen algo que decirle. Y que desoírlos no tiene sentido, porque terminan comunicando su mensaje de una forma u otra.

Exactamente AQUÍ jugaba con mis amigas.

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